Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.
Ernest Hemingway utilizó este fragmento de John Donne como epígrafe en la más vendida novela de su bibliografía artística. Como corresponsal de guerra, Hemingway presenció los acontecimientos que luego tradujo en una historia alrededor del joven Robert Jordan, un estadounidense vinculado con las internacionales comunistas, encargadas de expandir las luchas sociales y frenar el inminente avance del fascismo en el mundo. Inmerso en la guerra civil española, en la que republicanos y sublevados se enfrentan por el control político del país, su misión es hacer volar un puente para detener las tropas franquistas, y así darles a los republicanos la oportunidad de aventajar en la disputa. Con suerte, la operación táctica dará el giro que tanto se necesita para terminar la guerra. Así lo entiende el joven Jordan, valiente y decidido, conoce la importancia del discurso soviético, su veracidad transparente en un mundo plagado de las mentiras de los imperialistas, convencido de que su misión será determinante para el triunfo de todos los pueblos del mundo.
Pues no, los republicanos pierden. Todos lo sabemos, Hemingway lo sabía. También sabía que nosotros lo sabíamos. Entonces, ¿por qué dedicarse a escribir una novela alrededor del estallido de un puente que, como vemos en la novela, ya no haría ninguna diferencia ante la superioridad militar de los sublevados? Qué ganamos al leer la historia de un hombre que está convencido de un ideal superior, que ve tan claramente lo que para el resto de la humanidad es una bruma de seres humanos con distintos pensamientos, reacciones, pasiones, miedos. ¿Con qué finalidad habríamos de sentarnos a leer 500 páginas sobre una guerra que se perdió? ¿Para ver a un hombre confiar en que puede hacer algo diferente, algo valeroso? ¿Para ser testigos de cómo el amor, incluso en el escenario más improbable, es siempre el protagonista? ¿Para contrastar las posiciones de los dos bandos, individualizarlos, entender que los actos terroríficos y los actos de altruismo y perdón no se limitan a los fachos o a los mamertos, sino que son cosa de todos y cada uno de los hombres? ¿Acaso porque queremos creer, muy dentro de nosotros, que hay algo más importante que aceptar las cosas como son, que hay cosas por las que vale la pena morir?
Tal vez solo signifique que ese viejo loco estaba germinando en su cabeza, muy lentamente, el desdén por la inactividad, por la quietud, aburrido como todos los de su generación por la vida aburguesada. Muy seguramente ya se confundían en su cabeza ideas como el honor que implica morir en batalla con la seducción del suicidio y por supuesto los toros, siempre los toros. Puede incluso que el título y el epígrafe, tomados del conceptualista más importante de la época isabelina, quiera decir que la pérdida de esa guerra no fue un hecho aislado y que en cambio nos afectó a todos, nos destruyó y nos sigue destruyendo un poco a todos.
Sea como fuese, con todo lo elíptico que resulta y las divagaciones que podemos hacer al respecto, esta es una novela que vale la pena leer. A las llamas con el Viejo y el Mar, que no importa cómo lo vean: es aburrida. Acá en cambio vemos la incandescencia de la literatura, la magistralidad de la técnica junto a una historia atractiva, seductora. Sangre, huesos y carne convertidos en papel:
No sirves para eso, Jordan —se dijo—. Decididamente, no sirves. Bueno, pero ¿quién sirve para eso? No lo sé, y en estos momentos no puedo averiguarlo. Pero la verdad es que tú no sirves. No sirves para nada. ¡Ay, para nada, para nada! Creo que sería mejor hacerlo ahora. ¿No lo crees? No, no estaría bien. Porque hay todavía algunas cosas que puedes hacer. Mientras sepas lo que tienes que hacer, tienes que hacerlo. Mientras te acuerdes de lo que es, debes aguardar. Así es que, vamos, que vengan. Que vengan.
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